Jules Verne en casa, por Gordon Jones
Publicada en Temple Bar. Número 129. Junio de 1904. Páginas 664-671Traducción española: Ariel Pérez
Este texto de Gordon Jones apareció bajo el título Jules Verne at home en junio de 1904.
Había escrito desde París solicitándole al veterano novelista el honor de una entrevista y me fue gratificante el hecho de que a mi regreso a Amiens me esperaba una tarjeta con esta simple inscripción "Mañana jueves, a las diez de la mañana". De acuerdo con la hora fijada, me presenté en su residencia situada en el No. 44 Boulevard Longueville, una casa grande, pero modesta, típicamente francesa con pesadas ventanas. Al darle mi nombre a la sirvienta, fui guiado inmediatamente hacia la sala donde lo esperé.
Unos minutos después el señor Verne entró y después de unas corteses palabras de bienvenida se sentó en un gran sillón y amablemente comenzó la conversación.
Físicamente, el autor de Cinco semanas en globo es un hombre bien forjado, de una estatura un poco por debajo de la media, su mirada zarca y simpática y una corta barba plateada. Siempre viste con un modesto traje negro y cuando está en casa usa una gorra puntiaguda de tela fina, la cual le es necesaria debido a los frecuentes ataques de un viejo enemigo: el reumatismo.
No hay sobre su persona el rastro más ligero de ostentación. Es singularmente reservado en sus palabras y modales y su vida entera -cualquier habitante de la ciudad pudiera contarle- es, calmada y sin pretensiones, la de un hombre retirado del mundo, la de un simple hombre de campo, que raramente hace visitas, en muy pocas ocasiones recibe y solo se consagra a su familia y sus libros.
Mi primera pregunta fue naturalmente con respecto a su vista, sobre la cual han aparecido, recientemente, noticias contradictorias en los periódicos ingleses.
Sí
-dijo, en respuesta a mi
pregunta-, es cierto que mi vista se ha
dañado considerablemente en los últimos tiempos, pero no
tanto como algunas de las noticias sugieren. Todavía puedo ver
bien con mi ojo izquierdo, pero en el derecho una catarata se
está formando y los doctores recomiendan una operación, a
la cual no estoy decidido a someterme tomando en cuenta que a mi edad
sería riesgoso.
Por supuesto, bajo tales circunstancias, ¿su trabajo literario se afecta bastante? - pregunté.
Naturalmente, no puedo trabajar como
solía hacerlo
-contestó Verne-. Durante muchos años, he producido dos volúmenes
anuales y en estos momentos tengo otro libro en preparación. Sin
embargo, siento que ha llegado para mí el tiempo en que me tome
un descanso. Esta última producción será mi
número cien y supongo
-continuó él,
sonriendo-, que ya, a estas alturas, puedo decir
que me he ganado mi derecho a descansar.1
¿Cuándo empezó su carrera como autor? -pregunté.
Esa es una pregunta que podría tener dos
respuestas
-contestó-. Ya a los doce o
catorce años, siempre estaba con una pluma en mi mano y durante
mis días de escolar me encontraba continuamente escribiendo,
trabajando sobre todo la poesía. Durante toda mi vida he sentido
gran pasión por las obras poéticas y dramáticas.
Prueba de esto es que, en mi juventud, publiqué un número
considerable de obras de teatro, algunas de las cuales tuvieron un
cierto éxito. Mi segunda y principal carrera comenzó
cuando tenía más de treinta años y fue provocada
por un súbito impulso. Se me ocurrió, un buen día,
que quizás podría utilizar mis conocimientos
científicos para mezclar la ciencia y la novela juntas bajo una
forma narrativa que atrajera al público. La idea tomó
tanta forma dentro de mí que decidí inmediatamente
ejecutarla. El resultado fue Cinco semanas en globo. El libro tuvo un
éxito asombroso, y rápidamente sus ediciones se agotaron.
Mi editor me consultó sobre la posibilidad de producir
más volúmenes con el mismo estilo. Aunque no me
agradó totalmente la idea, accedí a sus demandas, y el
resultado fue que desde entonces, en lo que concierne a mis
publicaciones, he abandonado completamente mi viejo pasión por
otra a la cual he consagrado toda mi energía y
atención.
¡Es un hecho afortunado para la juventud de hoy que la inspiración de un momento pueda haber forjado este cambio decisivo en los escritos del señor Verne! ¿Qué muchacho o muchacha de esta generación habría preferido, por un momento, el verso más glorioso a los extraordinarios viajes de hombres tales como el capitán Nemo o Robur y su inigualable Albatros?
El lado poético del carácter del señor Verne es, sin embargo, frecuentemente visible en muchas de sus descripciones. Por ejemplo, tal como ocurre en su encantadora novela, Las indias negras, donde encontramos ese cuadro descriptivo tan encantador de la pequeña Nell quien, después de ser sacada de la prisión subterránea donde había estado toda su vida, ve, por primera vez, desde la montaña cercana a la mina, los esplendores del alba escocesa.
Con su modestia usual, Verne desaprobó completamente la idea de ser considerado un inventor.
Solo he hecho sugerencias
-comentó-,
sugerencias que, después de una debida
consideración, debían, según mi juicio, descansar
sobre una base práctica, y que trabajaba sobre una forma
más o menos imaginaría que respondiera a la perspectiva
que me había trazado.
Pero muchas de sus sugerencias que hace veinte años fueron rechazadas y declaradas como imposibles son ahora hechos reales -insistí.
Sí, es cierto
-contestó
Verne-. Pero estos resultados no son más
que el desarrollo natural de la tendencia científica del
pensamiento moderno y, como tal, muchas de estas cosas han sido
previstas indudablemente por muchos otros además de mí.
Su llegada era inevitable, aún si se hubiera o no anticipado, y
lo más que puedo decir es que quizás he mirado un poco
más lejos en el futuro que la mayoría de los que me han
criticado.
Al llegar a este punto de la conversación apareció ante nosotros la señora Verne, una encantadora dama de cabellera plateada, quien disfruta, con el mayor placer los triunfos de su marido. Le pregunté si debido a su ayuda su esposo había podido elaborar alguna novela.
Oh, no
-contestó ella, no tomo parte alguna en las creaciones de mi marido; todo
lo que hago es leerlas cuando están terminadas y cuando
finalmente estén impresas es que llego a conocer algo de ellas.
Supongo que habrá notado
-continuó la señora
Verne- que los personajes principales de mi esposo
son ingleses. Él siente una gran admiración por sus
compatriotas y ha declarado que ellos se prestan maravillosamente bien
para sus novelas.
Sí
-intervino Verne-. Los ingleses, por su carácter independiente y su
flema producen personajes admirables; especialmente cuando la
naturaleza de los hechos les exige que se enfrenten, en cada instante,
con dificultades completamente imprevistas como es el caso de Phileas
Fogg.
Me aventuré a recordarle al señor Verne que este cumplido hacia nuestra nacionalidad no era ignorado en este lado del canal y que difícilmente existía un joven británico que no hubiera, al menos, pasado algunas horas de deleite en compañía de una u otra de sus maravillosas aventuras.
Estoy orgulloso de saber que es así
-contestó Verne-. Nada me da más
placer que conocer que mis libros han sido medios para proporcionar
interés e instrucción - ya que siempre he tratado de que,
en cierto modo, sean educativos- a los jóvenes, que, de otra
manera, nunca podría contactar. Durante mi infortunio actual he
recibido innumerables telegramas y mensajes de simpatía
provenientes de mis lectores ingleses, y hace poco tiempo tuve el
placer de recibir un hermoso bastón de uno de mis jóvenes
amigos en esa nación.
¿Seguramente ha visitado Inglaterra?
Sí, hace muchos años, cuando era
relativamente un hombre joven. Hice el viaje por mar a
Southampton2 en mi yate y
después de visitar Londres y la mayor parte de sus monumentos,
fui a Brighton3, un lugar encantador,
con sus malecones y magníficos paseos. Sin embargo, la ciudad
que mejor conozco de Inglaterra es Liverpool4 y allí estuve durante algún
tiempo con algunos amigos y tuve la oportunidad de explorarla, sobre
todo sus muelles y el Mersey5,
apariencia esta última que he tratado de reproducir en Una ciudad
flotante.
¿Ha hecho alguna visita a Escocia o Irlanda?
Sí, hice un viaje muy agradable a
Escocia y entre otras excursiones visité Fingal's Cave y la isla de Staffa. Esta inmensa
caverna, con sus sombras misteriosas, sus cámaras oscuras con
sus cubiertas de hierba y sus maravillosos pilares basálticos me
produjeron tal impresión, al extremo de que ese fue el origen de
mi libro El..., El...
Verne hizo una pausa. Realmente olvidé el nombre
-dijo-. ¿Lo recuerdas?
-preguntó
dirigiéndose a su esposa.
¿No es El rayo verde?
-sugirió la
señora Verne.
Oh sí, ese es, por supuesto, El rayo verde. Uno debe ser
perdonado
-agregó riéndose- si
entre tantos títulos, se le olvida alguno de ellos en un momento
determinado.
Muchos de los libros de Verne deben su origen a la inspiración del momento.
Además de Cinco semanas en globo y El rayo verde, la novela Una ciudad flotante, fue completamente ideada cuando el autor viajaba hacia América en el trasatlántico Great Eastern. La idea de La vuelta al mundo en ochenta días, quizás la más célebre de todas sus novelas, se debe a un anuncio turístico visto por casualidad en las páginas de un periódico.
Le pregunté a Verne cuál de sus libros era su favorito.
Esa pregunta me la han hecho varias veces
-contestó. En mi opinión, un autor,
al igual que un padre, nunca debe tener favorito. Todos sus trabajos
deben tener el mismo valor, puesto que son el producto de lo mejor de
uno mismo, y aunque naturalmente cada uno de ellos fueron producidos
bajo diferentes condiciones de humor y temperamento, cada uno
representa el punto extremo de su pensamiento y energía en el
momento de su creación.
Aún
-continuó- cuando no tengo preferencia alguna, esto no quiere decir
que mis lectores no deban tener una. Indudablemente usted, por ejemplo,
puede decirme cuál es el que más le agrada de
todos.
Contesté que Veinte mil leguas de viaje submarino es la que mas me fascina, aunque Miguel Strogoff, que ha sido dramatizada y se está escenificando ahora en el Teatro Châtelet en París, también era mi gran favorito.
Verne se mostró interesado al oír que había estado en el teatro la noche anterior y, levantándose de su silla, me cuestionó con animación.
Dígame, ¿fue bien presentada?
-dijo-, ¿fue bien recibida?
Le aseguré que sí. De hecho, la inmensa escena del Teatro Châtelet permite la representación de la obra a gran escala y en una oportunidad había más de trescientos actores en escena, muchos de ellos montados sobre caballos.
Desde hace unos años a la fecha,
raramente visito París
-dijo Verne-, aunque tengo un palco que ocupo frecuentemente. Estoy
contento con Amiens; su atmósfera tranquila me conviene
admirablemente. He perdido toda la inclinación de viajar fuera
de la ciudad para ver nuevas cosas. Hemos estado en esta casa desde
hace más de veinte años y es aquí donde he
redactado la mayoría de mis libros. Algunos años
atrás nos habíamos mudado a otra residencia situada en la
esquina de Rue Charles Dubois, pero era demasiado grande para nuestras
necesidades, de manera que volvimos aquí.
Supongo que cuando está escribiendo sus ideas no fluyen a menos que esté completamente solo
Al contrario
-intervino la señora
Verne-, esa no es una dificultad para mi esposo.
No se toman precauciones especiales en ese sentido. Trabaja
calladamente arriba en el segundo piso y el ruidos parece no
perturbarlo en lo más mínimo y mis hijas y yo podemos
hacer lo que queramos sin tener miedo a protestas de su parte.
¿Y cuál es su método de trabajo, señor? -pregunté.
¿Mi método de trabajo? Bien,
hasta hace algunos meses atrás, invariablemente me despertaba a
las cinco y escribía durante tres horas antes de desayunar. El
gran volumen de mi trabajo siempre se hizo a estas horas y, aunque en
algunas ocasiones cuando ya el día estaba avanzado volvía
a sentarme durante algunas horas, casi todas mis historias han sido
escritas cuando la mayoría de las personas duermen. Siempre he
sido un lector empedernido, sobre todo de periódicos y revistas
y es mi costumbre recortar y conservar para referencia futura cualquier
párrafo o artículo que me interese. Es de esta manera que
acumulo mis ideas y al mismo tiempo me mantengo completamente
actualizado con respecto a las materias del dominio científico.
La tarea es laboriosa, es cierto, pero el resultado reembolsa el
esfuerzo y si el artículo es cuidadosamente clasificado nunca
será un problema encontrar alguno de estos textos, aún
después de que hayan transcurrido varios años.
Sorprenderá a muchos lectores el hecho de que éste es el método adoptado por Charles Reade, el cual ha defendido vigorosamente, siendo el único medio satisfactorio para que un escritor pueda enfrentarse a ese calidoscopio de eventos siempre nuevos.
¿Lee usted, entre otros, los trabajos de muchos escritores ingleses?
He leído una gran cantidad de ellos, de
hecho trabajos de sus escritores más conocidos, incluyendo a sus
poetas, pero solo por medio de traducciones. Tengo la impresión
que he perdido la buena oportunidad que hubiera significado haber
aprendido el idioma inglés, pero he dejado pasar el tiempo y
ahora es demasiado tarde para empezar.
¿Cuál es su autor favorito?
¿Vivo o muerto?
Bien, digamos muerto.
Solo hay una respuesta a esa pregunta
-dijo
Verne con entusiasmo-. Para mí las obras de
Charles Dickens son únicas en su género, eclipsando a
todos los otros por su increíble fuerza y justeza de
expresión. ¡Qué humor y qué exquisito
sentimiento pueden ser encontrados en sus páginas! ¡De que
forma parecen vivir los personajes de sus novelas y cómo uno
sabe entender sus propósitos! He leído y releído
sus obras maestras, al igual que mi esposa. David Copperfield, Martin Chuzzlewit, Nicholas Nickleby, La vieja tienda de curiosidades. Todas las hemos
leído, ¿no es así?
¡Ah, sí!
-contestó la
señora Verne-. Tienen una fuerza verdadera.
Es un hecho agradable el oír a un autor hablando en términos de tal admiración incondicional con respecto a otro, especialmente cuando, como en el caso que nos ocupa, están separados, no solamente por diferentes tipos de estilo, sino también por la barrera de la nacionalidad.
Y entre los escritores vivos, ¿a quién prefiere? -pregunté.
Esa es una pregunta más
difícil
-dijo Verne reflexivamente-, y
debo reflexionar antes de contestarle... Creo que puedo decidir
-dijo, después de un minuto.
Hay un autor cuyo trabajo me ha atraído
muy fuertemente teniendo en cuenta su posición imaginativa y he
seguido sus libros con considerable interés. Me refiero al
señor Herbert George Wells. Algunos de mis amigos me han dicho
que su trabajo se parece mucho al mío, pero creo que se
equivocan. Lo considero un escritor puramente imaginativo, digno de los
más grandes elogios, pero nuestros métodos son
completamente diferentes. En mis novelas siempre he tratado de apoyar
mis pretendidas invenciones sobre una base de hechos reales y utilizar,
para su puesta en escena, métodos y materiales que no sobrepasen
los límites del saber hacer y de los conocimientos
técnicos contemporáneos.
Tome, por ejemplo, el caso del Nautilus. Bien
considerado, tiene un mecanismo de submarino que no tiene nada de
extraordinario y que no pasa más allá de los
límites del conocimiento científico actual. Flota o se
sumerge según procedimientos enteramente factibles y muy
conocidos, los sistemas de mando y de propulsión son
perfectamente racionales y comprensibles. Su fuerza motriz ni siquiera
es un secreto. El único aspecto novedoso sobre el cual he
acudido a la ayuda de la imaginación radica en la
aplicación práctica de esta fuerza motriz, y aquí
he dejado intencionalmente un espacio en blanco para que el lector
arribe a sus propias conclusiones, un mero hiato técnico, por
así decir, que una mente práctica y de alto nivel es muy
capaz de llenar.
Por otra parte, las creaciones del señor
Wells, pertenecen a una edad y grado de conocimiento científico
bastante lejano del presente, para no decir que completamente
más allá de los límites de lo posible. No solo
elabora sus sistemas a partir del reino de lo imaginario, sino
también los elementos que le sirven para construirlas. Por
ejemplo, en su novela Los primeros hombres
en la Luna se recordará que introduce una sustancia
antigravitatoria completamente nueva, de la cual no conocemos ni la
pista más ligera acerca de su modo de preparación o su
composición química real. Tampoco hace referencia al
conocimiento científico actual que nos permita, por un instante,
imaginar un método por el cual se pudiera lograr semejante
resultado. En La guerra de los
mundos, una obra por la cual siento gran admiración,
nuevamente nos deja completamente a oscuras en lo que respecta a la
naturaleza real de los marcianos, o la forma en que fabrican el
maravilloso rayo térmico con el cual provocan gran estrago entre
sus atacantes.
Que se tenga en cuenta
-continuó
Verne-, que al decir esto no estoy cuestionando en
modo alguno los métodos del señor Wells; al contrario,
siento un gran respeto por su genio imaginativo. Solo estoy exponiendo
los contrastes que existen entre nuestros dos estilos y estoy
señalando las diferencias fundamentales que existen entre ellos
y deseo que se entienda claramente que no expreso ninguna
opinión sobre la superioridad de uno sobre el otro. Pero
ahora
-agregó levantándose de su silla-, me temo que estoy empezando a aburrirlo. Los minutos pasan
tan rápidamente en una conversación, y ya ve, hemos
estado hablando desde hace más de una hora.
Le aseguré al señor Verne que pasarían muchas horas antes de que alguien pudiera aburrirse estando en su presencia, pero no queriendo abusar más de su tiempo, y en contra de mi voluntad, puse fin a esta visita.
Con una cortesía encantadora y un poco anticuada, Verne y su esposa insistieron en acompañarme hasta la entrada, y una vez afuera, al vislumbrar la puesta del sol, mi último recuerdo del famoso autor fue el de una amable silueta de cabellera blanca de pie en la puerta del vestíbulo, cuyo alegre "'Hasta luego" me llegó desde el otro lado de la pavimentada calle, sonando aun agradablemente en mis oídos al tiempo que muchos kilómetros separaban ya la villa de Amiens del expreso de Dieppe.
- Es curioso que Verne mencione aquí que hace su volumen número cien, porque anteriormente el propio escritor evoca que está escribiendo el 101 (entrevista de 1903 con Sherard y carta a Mario Turiello, del 24 de noviembre de 1902) y el 102 (en un artículo en la revista Popular Mechanics en 1904). ¿Existe aquí un nuevo error? ¿O Verne estima que las novelas consideradas como listas anteriormente no lo son más? Eso explica la presencia, sobre su buró, después de su muerte, de La caza del meteoro, que fue contabilizada desde 1901 y que el autor deseaba reescribir.
- Ciudad de Inglaterra situada en la costa del canal de la Mancha. Gran puerto comercial. (N del T)
- Ciudad de Inglaterra, situada en el condado de Sussex. (N del T)
- Ciudad de Inglaterra, situada en el condado de Lancaster, en la costa occidental de la Gran Bretaña, a orillas del estuario del río Mersey. (N del T)
- Río situado al noroeste de Inglaterra. (N del T)