Capítulo III

El día fijado, la víspera de la apertura, a las seis de la tarde, estaba en el sitio de la cita dado por Bretignot, en la plaza de Perigord, donde subimos en la diligencia. Éramos ocho, sin contar los perros.

Bretignot y sus compañeros de caza (no osaba yo contarme entre ellos) estaban apuestos y hasta hermosos con sus trajes tradicionales. Tipos excelentes, dignos de observación; unos serios, pensando en el día de mañana; otros alegres, habladores. Había allí reunidos seis de los mejores tiradores de la capital. Apenas si yo los conocía de vista; pero mi amigo Bretignot se apresuró a presentármelos con todo el ceremonial de costumbre.

Primero me presentó a Maximon, alto, delgado, el hombre más amable y sencillo en la vida ordinaria, pero feroz en cuanto tenía la escopeta en la mano; era uno de esos cazadores de los cuales se dice que serían capaces de matar a uno de sus compañeros, con tal de no volver sin haberse estrenado. Hablaba muy poco, y por lo tanto, pensaba mucho.

Al lado del personaje descrito se encontraba Duvauchelle. ¡Qué contraste! Este era gordo, pequeño, de cincuenta y cinco a sesenta años; sordo, capaz de no oír el estampido de su escopeta, pero aficionado a reclamar siempre en los tiros dudosos. Una vez le hicieron tirar sobre una liebre muerta con la escopeta descargada.

También tuve que aceptar un fuerte apretón de manos de Matifat, aficionado a cuentos de caza. No sabía hablar de otra cosa. ¡Qué inteligencia! El canto de la perdiz, el ladrido del perro, el tiro de la escopeta. ¡Pam, pim, pum! Tres tiros con una escopeta de dos cañones. ¡Qué gestos! Imitaba con la mano los movimientos de la caza, las piernas que se doblan, la espalda que se inclina para asegurar mejor el tiro, el brazo izquierdo que se extiende, mientras el derecho se trae al pecho para montar la culata de la escopeta. ¡Cuántos animales mataba así! No se escapaba ni uno. Por poco no me mata a mí en una de sus gesticulaciones.

Lo que tenía que ver y oír era la conversación entre Matifat y su amigo Pontcloué.

-Sería imposible poder fijar el número de liebres que yo maté el año pasado -decía Matifat, mientras nuestro coche corría hacia Hérisart. Sería completamente imposible.

Yo pensé que lo mismo me sucedía a mí.

-Y yo -respondía Pontcloué- ¿Te acuerdas la última vez que fuimos a cazar a Argaeuves? ¡Vaya unas perdices!

-Todavía me parece estar viendo la primera que tuvo la suerte de atravesar por entre los perdigones que salieron de mi escopeta.

-Y yo la segunda, cuyas plumas hice volar tan bien, que no debió quedarle más que el pellejo completamente pelado.

-¿Y la otra que tuve el aplomo de tirar a más de cien pasos?

-¡Qué caza, amigos míos, qué caza!

Contando yo, mientras ellos hablaban, pude apercibirme que ninguna de las personas que, según ellos, habían matado, tuvo por conveniente figurar en el morral de tan listos cazadores. Pero no me atrevía a decir nada porque soy tímido por naturaleza con las personas que saben más que yo. Sin embargo, no trataban más que errar los tiros; yo creo que habría hecho otro tanto.

En cuanto a los nombres de los otros cazadores, los he olvidado.


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