Capítulo X

En aquel momento, una masa larga y estrecha que estaba echada sobre la hierba, se levantó.

Reconocí en seguida con terror al pantalón azul con franja negra, la guerrera oscura con botones plateados, el cinturón amarillo, todo lo cual desperté yo con mi tiro.

-¿Se entretiene usted, en tirar sobre los tricornios de los gendarmes? -me dijo, con ese acento brusco que distingue a la célebre institución.

-Gendarme, perdone usted -balbuceé yo.

-¡Y le ha dado usted en medio de la escarapela!

-Yo creía que era una liebre... fue una ilusión... Después de todo, estoy dispuesto a pagar lo que sea.

-Sí. Es que cuesta caro un sombrero de gendarme, sobre todo si se tira sin licencia.

Me puse pálido. Se me agolpó la sangre en el corazón.

-¿Tiene usted licencia? -me dijo el gendarme.

-¿Licencia?

-Sí, licencia. Debe usted saber lo que es.

No tenía semejante licencia. Para un solo día de caza creí que no valía la pena sacarla. Pero reponiéndome, creí que debía decir lo que se dice siempre, que me la había olvidado en mi casa.

Una sonrisa de duda se pintó en la cara del representante de la ley.

-Me veo en la necesidad de levantar acta -dijo.

-¿Porqué? Mañana le enviaré a usted el permiso y...

-Está bien; pero tengo que levantar acta.

-Hágala, ya que usted es insensible al ruego de un principiante.

Un gendarme sensible no sería un gendarme. Sacó del bolsillo una cartera envuelta en cuero amarillo.

-Su nombre -me dijo.

Yo sabía que en estos casos la costumbre es dar el nombre de algún amigo. Si en aquella época hubiera sido miembro de la Academia de Amiens, no hubiera titubeado un momento en dar el nombre de mis compañeros. Me contenté dando el nombre de uno de mis amigos de París, pianista distinguido. El tal amigo, ocupado sin duda en hacer escalas, estaba lejos de figurarse que se le iba a citar como delincuente en caza.

El gendarme tomó cuidadosamente el nombre de la víctima, su profesión, edad y domicilio. Después tuvo la amabilidad de rogarme que le entregara la escopeta, lo que hice en seguida. Menos peso tenía que llevar; le dije que si quería también el morral, el cuerno, la pólvora, los perdigones, etc., etc. Se rehusó generosamente, cosa que yo sentí.

Faltaba la cuestión del sombrero. Se arregló en seguida por medio de una moneda de oro.

-Es lástima; el sombrero estaba bien conservado -dije yo.

-Como que es casi nuevo -respondió el gendarme. Lo compré hace seis años a un sargento que se había retirado.

Se puso el sombrero el majestuoso gendarme y se fue por un lado y yo por el otro.

Una hora después llegaba a la posada, donde traté de disimular la confiscación de la escopeta y mi aventura. Mis compañeros traían una codorniz y dos perdices para siete. Matifat y Pontcloué se habían peleado para siempre y Maximon y Duvauchelle se repartieron unos cuantos puñetazos a propósito de una liebre que seguía corriendo.


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