Capítulo VII - Tres bocas inútiles para la Sociedad
Terminada la jornada y cerrada la oficina, los dos amigos se dirigieron a la casa de Quinsonnas, que quedaba en la rue Grange-aux-Belles; hacia allá caminaban del brazo, feliz Michel por su libertad; daba pasos de conquistador. La rue Grange-aux-Belles quedaba lejos del banco; pero conseguir alojamiento no era fácil en una capital demasiado pequeña para sus cinco millones de habitantes; con tanta plaza ampliada, tanta avenida nueva y esa multiplicación de bulevares, amenazaba faltar terreno para las casas particulares. Lo que explicaba esta frase de la época: "En París ya no hay casas, sólo hay calles."
Había algunos barrios que no ofrecían una sola habitación a los habitantes de la capital. Entre otros, La Cité, donde sólo se elevaban el Tribunal de Comercio, el Palacio de Justicia, la Prefectura de Policía, la catedral, la morgue, instituciones según las cuales se podía ser declarado en quiebra, condenado, preso, enterrado e incluso excluido. Los edificios habían expulsado las casas.
Esto explicaba el precio excesivo del alojamiento actual; la Compañía Imperial General Inmobiliaria poseía casi todo París; lo compartía con el Crédito Hipotecario; y daba dividendos magníficos. Esta sociedad, organizada por dos hábiles financistas del siglo XX, los hermanos Péreire, también era propietaria de las principales ciudades de Francia -Lyon, Marsella, Burdeos, Nantes, Estrasburgo y Lille-, que había reconstruido poco a poco. Sus acciones, duplicadas cinco veces, se cotizaban en 4.450 en el mercado libre.
La gente de pocos recursos y que no quería alejarse mucho de los lugares de trabajo debía alojarse entonces en pisos altos; ganaba en cercanía y perdía en altura; el asunto era de fatiga, no de tiempo.
Quinsonnas vivía en el piso 12 de una vieja construcción con escalera que un ascensor habría reemplazado ventajosamente. Pero, una vez en casa, el músico no se encontraba nada mal.
Llegados a la rue Grange-aux-Belles, empezaron a subir de inmediato.
-No creas que vas a subir siempre -le dijo a Michel-, que lo seguía de prisa-. ¡Llegaremos! Nada es eterno en este mundo, ni siquiera las escaleras. -Ya estamos -exclamó, abriendo la puerta al cabo del agotador ascenso. E hizo pasar al joven a su "departamento", una habitación de 16 metros cuadrados.
-Sin recepción -le dijo-. Eso sirve para la gente que hace antesala, y como nunca se precipitará hasta este piso 12 una multitud de solicitantes, por la mera razón de orden físico de que nadie se precipita desde abajo hacia arriba, he decidido prescindir de esa formalidad; por cierto, también he suprimido el salón, que habría hecho notar excesivamente la ausencia de un comedor.
-Pero estás muy bien instalado aquí -le dijo Michel
-Y hay buen aire, no nos llega el amoníaco de las calles de París
-Aunque a primera vista parece pequeño -observó Michel
-Y también lo parece a una segunda vista
-Por lo menos está muy bien distribuido -comentó, riendo, Michel.
-Bueno madre -dijo Quinsonnas a una anciana que entró en ese momento-. ¿Está lista la cena? Seremos tres que están muertos de hambre.
-Está en marcha, monsieur Quinsonnas -respondió la mujer de servicio-. Pero no he podido poner los cubiertos: no hay mesa.
-Ni falta que hace -exclamó Michel-, a quien le parecía estupenda la perspectiva de cenar sobre las rodillas.
-¡Cómo que no hace falta!, -replicó Quinsonnas-. ¿Tú te crees que invito a mis amigos a cenar sin disponer de una mesa?
-Pero no veo -insistió Michel-, mirando inútilmente en torno...
La habitación, en efecto, no contenía ni mesa ni lecho ni armario ni cómoda ni sillas; no se veía ningún mueble a excepción de un gran piano.
-No ves, parece -le dijo Quinsonnas-. ¡Bien! ¿Has olvidado la industria, esa buena madre, y a la mecánica, esa buena hija? Aquí tienes la mesa que pides.
Y mientras decía eso se acercó al piano, apretó un botón e hizo brillar -esa es la palabra adecuada-, una mesa provista de bancas y en la cual tres comensales podían instalarse cómodamente.
-¡Ingenioso! -comentó Michel.
-Ha sido preciso recurrir a esto -le explicó el pianista-, porque lo exiguo de los departamentos no permite tener muebles especializados. Observa este complejo instrumento, producido por las Maisons Erard et Jeanselme fusionnées. Sirve de todo y no ocupa lugar, y te puedo asegurar que el piano es no es más malo por ello.
En ese momento sonó el timbre de la puerta. Quinsonnas abrió y anunció a su amigo Jacques Aubanet, empleado de la Compañía General de Minas en el Mar. Y presentó, sin más ceremonias, a Michel y Jacques.
Jacques Aubanet, simpático joven de 25 años, se había hecho muy amigo de Quinsonnas; como él, era un desclasado. Michel ignoraba en qué tipo de trabajos ocupaba a sus empleados la Compañía de Minas en el Mar; pero Jacques manifestaba un apetito formidable.
La cena, felizmente, estaba lista; los tres jóvenes la devoraron; después del primer instante de lucha con los comestibles, algunas palabras se abrieron paso a través de los trozos de comida.
-Mi querido Jacques -dijo Quinsonnas-, deseaba presentarte a Michel Dufrénoy para que conocieras a otro de los nuestros, otro de esos pobres diablos a quienes la sociedad niega a dar empleo conforme a sus aptitudes, otra de esas bocas inútiles que se encadenan para no alimentarlas.
-¡Ah! Monsieur Dufrénoy es un soñador -observó Jacques.
-Un poeta, amigo mío. Y te pregunto qué habrá venido a hacer en este mundo donde el primer deber del hombre es ganar dinero.
-Evidentemente -replicó Jacques-, se ha equivocado de planeta.
-Amigos míos -dijo Michel, no son ustedes muy alentadores. Pero comprendo estas exageraciones.
-Este muchacho -insistió Quinsonnas-, espera, se entusiasma, trabaja por los buenos libros, y cuando no lee a Hugo, Lamartine o De Musset, escribe para que lo lean a él. ¿Pero acaso ha inventado una poesía utilitaria, una literatura que reemplace al vapor de agua o al freno instantáneo? ¿No? ¡Bien! ¡Cómete lo tuyo, hijo! ¿Quién te escuchará si no relatas algo asombroso? Ya no es posible el arte, a menos que llegue a extremos imposibles. En estos tiempos, Hugo tendría que leer sus Orientales equilibrándose en caballos de circo, y Lamartine derramar sus Harmonies desde lo alto de un trapecio y cabeza abajo.
-¡Un ejemplo! -gritó Michel-, y saltó.
-Calma, muchacho -dijo el pianista-. Pregunta a Jacques si no tengo razón.
-Cien veces -confirmó Jacques-. Este mundo es un mercado, una feria inmensa, y hay que divertirse con farsas groseras.
-Pobre Michel -dijo Quinsonnas-, suspirando. Su premio de versificación latina lo va a liquidar.
-¿Pero qué quieres probar? -preguntó el joven.
-¡Nada! Sigues tu destino, después de todo. Eres un gran poeta. He visto tus obras. Sólo te puedo decir que no corresponden al gusto de este siglo.
-¿Cómo es eso?
-¡Sin duda! Tú utilizas temas poéticos, y eso es un error hoy en poesía. Sólo hablas de praderas, valles, nubes, estrellas, del amor; todo eso está gastado, ya no se usa.
-¿Y qué puedo decir entonces?
-¡Tienes que celebrar con tus versos las maravillas de la industria!
-¡Jamás! -exclamó Michel.
-Ha dicho lo que tenía que decir -agregó Jacques.
-Veamos -continuó Quinsonnas-, ¿conoces la oda que coronaron el mes pasado los 40 de Broglie que llevan la Academia?
-¡No!
-Bien. Escucha y que te aproveche. Éstas son las dos últimas estrofas:
El carbón lleva entonces su flama incendiaria
en los tubos ardientes de la enorme caldera.
El monstruo caliente no teme a rivales.
La máquina ruge de entusiasmo y temblores,
y expande el vapor y desarrolla sus fuerzas
de ochenta caballos.
Pero el conductor va bajando la pesada palanca,
se expande el tiraje y en el grueso cilindro,
veloz y gimiente, va corriendo el doble pistón.
La rueda patina. La velocidad va activándose.
Se escucha el silbato. ¡Salve locomotora
del sistema Crampton!
-¡Un horror! -comentó Michel.
-Buen ritmo -agregó Jacques.
-Ahí lo tienes, hijo mío -continuó el implacable Quinsonnas-. Quiera el cielo que no te veas obligado a quedarte con tu talento, ojalá tomes ejemplo de nosotros, que aceptamos lo evidente y esperamos tiempos mejores.
-¿Y Jacques también está obligado a ejercer un oficio que le repugna?
-Jacques milita en una compañía industrial -respondió Quinsonnas-, lo que no quiere decir que forme parte de un cuerpo militar.
-¿Qué me quieres decir con eso? -preguntó Michel.
-Quiero decir -le aclaró Jacques-, que me habría gustado ser soldado.
-¡Soldado! -exclamó el joven, asombrado.
-¡Sí! Militar. Un oficio encantador, donde hace sólo cinco años uno se ganaba la vida honorablemente.
-A menos que la perdieras aún más honorablemente -replicó Quinsonnas-. En fin, esa carrera se acabó. Ya no hay más ejército. A menos que uno quiera ser gendarme. En otra época, Jacques habría ingresado a la Escuela Militar, se habría entrenado y, de combate en combate, habría llegado a general como Turente o emperador como Bonaparte. Pero ahora hay que renunciar a todo eso.
-¡Bah! ¿Quién sabe? -insistió Jacques-. Francia, Inglaterra, Rusia e Italia han licenciado a sus soldados, es verdad; en el siglo pasado se perfeccionaron tanto las armas de guerra, el asunto se tornó tan ridículo, que Francia no pudo dejar de reírse...
-Y habiendo reído -dijo Quinsonnas-, quedó desarmada.
-¡Sí! ¡Nada agradable! Te recuerdo que con la excepción de la vieja Austria, todas las naciones de Europa han suprimido la milicia. ¿Pero han suprimido acaso el espíritu de lucha de los hombres, el afán de conquista que es tan propio de los gobiernos?
-Sin duda -contestó el músico.
-¿Y porqué?
-Porque la mejor razón que tenían esos instintos para seguir existiendo era la posibilidad de satisfacerlos. Porque no hay nada que empuje más a la batalla como la paz armada, conforme indica la sabiduría antigua. Porque si suprimes los pintores deja de haber pintores, sin los escultores acabas con la escultura; si no hay más músicos, tampoco hay música; y si terminas con los guerreros, se terminan también las guerras. Los soldados son artistas.
-¡Sí! ¡Por cierto! -exclamó Michel-. Habría preferido la milicia antes que este trabajo horrible.
-¡Ah! Veo que te enfadas, pequeño -comentó Quinsonnas-. ¿No será que quieres pelear?
-Batirse eleva el alma -respondió Michel-, siguiendo a Stendhal, uno de los grandes pensadores del siglo pasado.
-¡Sí! -dijo el pianista-, que agregó: ¿Y no hará falta demasiado coraje para golpear con un sable?
-Seguro que hace falta bastante para golpear bien -contestó Jacques.
-Y aún más para recibir el golpe -replicó Quinsonnas-. Por mi fe, amigos, es posible que ustedes tengan razón en algún sentido, y yo los empujaría a hacerse soldados si hubiera un ejército; con algo de filosofía, puede ser un buen oficio. Pero, en fin, el Campode Marte ahora es un colegio, y hay que renunciar a batirse.
-Ya volverá -dijo Jacques-. Un buen día surgirá una complicación inesperada...
-No creo en nada, amigo mío, porque las ideas belicosas se acabaron y también las ideas honorables. Antaño en Francia se tenía miedo al ridículo, y ya me dirás si todavía existe el honor...Ya nadie se bate en duelo; eso pasó de moda; ahora se transa o se va por pleito. Ahora bien, si nadie se bate por cuestiones de honor, ¿lo va a hacer por asuntos políticos? Si los individuos ya no recurren a la espada, ¿por qué la van a desplegar los gobiernos? Nunca hubo más batallas que en tiempos de los duelos, y si no hay más duelistas, tampoco habrá soldados.
-Todo eso va a renacer -comentó Jacques.
-¿Y con qué objeto, ahora que el comercio vincula a los pueblos? ¿Acaso no tienen los ingleses, los rusos y los norteamericanos comprometidos en nuestros bancos sus cheques, sus rublos y sus dólares? ¡La plata es el enemigo del plomo y las balas de algodón lo son de las balas cónicas! Reflexiona, Jacques. ¿Acaso los ingleses, negándonos un derecho que ellos usan, no se están apoderando poco a poco de las grandes propiedades de Francia? Poseen tierras inmensas, casi departamentos completos, que no han conquistado sino que han pagado. ¡Y esto es más seguro! Nadie ha tomado las precauciones del caso, se ha dejado hacer. Esa gente va a llegar a poseer toda nuestra tierra. Será la revancha por lo de Guillermo el Conquistador.
-Querido -replicó Jacques-, recuerda bien lo que te voy a decir, y tú también, Michel, pues esta es la profesión de fe del siglo. En el siglo XIX se decía: si no es en Montaigne, quizás en Rabelais, qué me importa. Ahora se dice: ¿qué aporta tal cosa? Y bien, vendrá el día en que la guerra aporte algo, como un negocio industrial, y entonces habrá guerra.
-¡Bueno! la guerra nunca ha aportado nada, sobre todo en Francia.
-Porque se combatía por el honor y no por el dinero -dijo Jacques.
-¿Acaso crees en una guerra de negociantes intrépidos?
-Sin duda. Mira a los norteamericanos y esa guerra espantosa de 1863.
-Está bien. Pero una guerra, un ejército que vaya al combate motivado por el dinero, no se va a componer de soldados sino de ladrones de espanto.
-Pero igual va a ser capaz de prodigios de valor -replicó Jacques.
-De prodigios de depredación -le precisó Quinsonnas.
Y los tres jóvenes no pudieron menos que reír.
-Para concluir -continuó el pianista-, aquí están Michel, un poeta, Jacques, un militar, y Quinsonnas, un músico. Y ahora no hay ni poesía, ni milicia, ni música. Verdaderamente somos unos estúpidos. La comida se ha terminado; fue sustancial, por lo menos por su conversación. Pasemos a otros ejercicios.
Limpiaron la mesa, la introdujeron de vuelta en su sitio, y el piano tomó el lugar de honor.