Una ciudad ideal


Señoras y señores:

Tengan la bondad de permitirme faltar a todos los deberes de un director de la Academia de Amiens que preside una sesión general, al reemplazar el discurso habitual por el relato de una aventura de la que fui protagonista. Me disculpo por adelantado, no solamente ante mis colegas, cuya benevolencia jamás me ha faltado, sino también ante ustedes, señoras y señores, cuya expectativa va a verse frustrada.

Asistí, a principios del mes pasado, a la entrega de premios del Liceo. Allí, sin abandonar mi butaca, guiado por el profesor Cartault, luego devenido en colega nuestro, he dado un paseo por el viejo Amiens, tan maravillosamente poetizado por el hábil lápiz de Duthoit. De esta excursión a través de la pequeña Venecia industrial que los once brazos del Somme forman en el norte de la ciudad, no me habían quedado más que bellos recuerdos.

Volví a mi casa, en el bulevar Longueville, cené, me acosté, me dormí.

Hasta aquí, nada más natural, y es probable que ese día todas las personas virtuosas se hayan conducido de esta manera, que es la correcta.

Tengo la costumbre de levantarme temprano. Ahora bien, por una circunstancia que no podría explicar, me desperté al día siguiente muy tarde. La aurora había sido más madrugadora que yo. ¡Debí haber dormido al menos quince horas! ¿A qué se debía esta prolongación del sueño? ¡No había ingerido ningún somnífero al acostarme! ¡No había cerrado los ojos leyendo un discurso oficial...!

Sea como sea, el sol ya había pasado el meridiano cuando me levanté. Abrí la ventana. Hacía buen tiempo. ¡Creía que era miércoles...! Era domingo, evidentemente, porque la multitud de paseantes atestaba las calles. Me vestí, comí en un santiamén y salí.

Durante esa jornada, señoras y señores, debía yo «marchar de sorpresa en sorpresa», para recordar uno de los raros juegos de palabras que ha pronunciado Napoleón I.

Ustedes juzgarán.

Apenas hube puesto el pie en la acera, fui asaltado por una nube de pilluelos que gritaban: «¡El programa del concurso! ¡Quince centavos! ¿Quién quiere el programa?»

–Yo –dije, sin reflexionar mucho en lo que este gasto podía tener de imprudente.

Es que la víspera, en efecto, había pagado precisamente en la caja del recaudador de impuestos el importe de mis cotizaciones personal y mobiliaria. Y, en verdad, estoy, como tantos otros, tan singularmente cotizado mobiliaria y personalmente que el precio del programa amenazaba consumar mi ruina.

–¿De qué concurso se trata? –pregunté a uno de los niños que me rodeaban.

–¡Del concurso regional, mi príncipe! –respondió uno de ellos–. ¡Hoy es la clausura!

Dicho esto toda la banda se esfumó.

Me quedé solo con mi principado de ocasión, que me había costado apenas tres monedas.

¿Pero qué era entonces ese concurso regional? Si no me engañaban los recuerdos, ¡debía haber cerrado hacía dos meses! Era evidente que el muy pillo me había timado vendiéndome un programa viejo.

Sea como sea, lo tomé con filosofía y continué mi camino.

Llegado que hube a la esquina de la calle Lemerchier, ¡cuál fue mi asombro cuando vi que esta calle se extendía más allá de donde alcanzaba la vista! Divisaba ahora una larga serie de casas, las últimas de las cuales desaparecían tras la prominencia de la costa. ¿Me encontraba, pues, en Roma, a la entrada del Corso? ¿Iba a dar este Corso a los nuevos bulevares? ¿Había brotado allí un barrio, como un criptógamo, con sus mansiones y sus iglesias, y esto en el transcurso de una sola noche?

Así debía ser, porque vi ómnibus, ¡sí, ómnibus! –línea F. de Notre Dame aux Réservoirs– ¡que remontaban la calle con sus cargas de viajeros!

«¡Pardiez –me dije–, voy a preguntarle al encargado de la concesión qué significa todo esto!»

Me dirigí al puente que uno de nuestros antiguos colegas ha tendido con tanta elegancia sobre el ferrocarril de la Compañía del Norte.

¡El encargado, ausente! ¿Por qué esta ausencia? ¿Acaso, desde ayer, la concesión habría sido trasladada al nuevo recinto de los bulevares? Ya me enteraré. Si no hay encargado en el extremo sur del puente, al menos hay un mendigo en el extremo norte y este buen hombre me dirá...

Me acerqué. Pasaba un tren, marchando a poca velocidad. El maquinista estremecía el aire con los pitidos de la locomotora y purgaba los cilindros con un estruendo ensordecedor.

Acaso fuese una ilusión óptica, pero me parece que los vagones estaban construidos a la americana, con pasarelas que permitían a los viajeros circular de un extremo a otro del tren. Procuré leer las iniciales de la Compañía que están pintadas sobre las paredes de los coches; pero en lugar de la N de Norte, ¡vi la P y la F de Picardía y Flandes! ¿Qué significaba esta sustitución de letras? ¿Es que, por ventura, la pequeña Compañía había absorbido la grande? ¿Acaso tendríamos ahora vagones caldeados, incluso cuando hiciese frío en el mes de octubre, contrariamente a las disposiciones reglamentarias? ¿Acaso tendríamos compartimientos convenientemente desempolvados? ¿Acaso se venderían boletos de ida y vuelta, como en la buena estación, entre Amiens y París?

¡Éstas fueron las principales ventajas de la absorción de la Compañía del Norte por la Compañía de Picardía y Flandes que primero acudieron a mi mente! ¡Pero no podía detenerme en estos detalles de una inverosimilitud tan absoluta! Corrí al extremo del puente...

¡Ni rastro del mendigo! El hombre de los pies hacia fuera y la barba blanca, que funciona con una velocidad de cincuenta golpes de sombrero por minuto, ya no estaba allí.

¡Yo habría creído todo, señoras y señores, sí, todo, antes que la desaparición de este mendigo! ¡Me parecía parte integral del puente! ¡Ah! ¿Por qué no estaba allí, en su sitio de costumbre? Dos escaleras de piedra, de doble revolución, reemplazaban ahora a los senderos que, ayer solamente, daban acceso a los jardines, y con la afluencia de gente que las subía y las bajaba, ¡cuánto hubiese recaudado el mendigo!

La moneda que pensaba depositar en su sombrero se me cayó de la mano. ¡Al tocar el suelo, la moneda devolvió un sonido metálico, como si hubiese golpeado un cuerpo duro y no la tierra blanda del bulevar!

Bajé la mirada. ¡Una calzada, adoquinada con pórfido, cruzaba transversalmente el paseo!

¡Qué cambio! ¿Esa esquina de Amiens ya no merecía el nombre de «pequeña Lutecia»? ¡Cómo! ¿Podríamos pasar por allí, los días de lluvia, sin enlodarnos hasta las pantorrillas? ¿Ya no chapotearíamos en ese barro arcilloso tan odiado por los nativos de Henriville?

¡Sí, fue con voluptuosidad que puse el pie en ese pavimento municipal, preguntándome, señoras y señores, si los alcaldes, gracias a alguna nueva revolución, eran nombrados desde ayer por el ministro de Obras Públicas!

¡Y eso no era todo! ¡Los bulevares, aquel día, habían sido regados a una hora elegida juiciosamente –ni muy temprano ni muy tarde–, lo que impedía al polvo producirse y al agua esparcirse en el momento en que afluían los paseantes! ¡Y las contracalles, asfaltadas como las de los Campos Elíseos en París, presentaban un suelo agradable al pie! ¡Y había bancos dobles con respaldo, uno junto a cada árbol! ¡Y estos bancos no estaban contaminados por el descaro de los niños ni el desparpajo de las niñeras! ¡Y, cada diez pasos, unos candelabros de bronce sostenían sus elegantes faroles hasta el follaje de los tilos y los castaños!

«¡Dios mío –exclamé–, si estos bellos paseos están ahora tan bien iluminados como están cuidados, si algunas estrellas de primera magnitud brillan en lugar de esos pabilos amarillentos de gas de otros tiempos, todo va a pedir de boca en la mejor de las ciudades posibles!»

La afluencia era enorme en los bulevares. Magníficos carruajes, unos enganchados a la Daumont, otros a rienda suelta, circulaban por la calzada. Me vi en dificultades para pasar. Pero, cosa rara, no reconocí a ninguno de los magistrados, negociantes, abogados, médicos, notarios, rentistas con quienes tenía el placer de encontrarme los días de música; a ninguno de los oficiales, que ya no eran del 72º, sino del 324º, tocados con un nuevo modelo de chacó; a ninguna de las bellas damas, ¡sentadas tan indolentemente en los asientos de elástico!

Y, a propósito, ¿quiénes eran esas excéntricas que se pavoneaban en las contracalles, aventajando, con la fantasía de sus vestuarios, los últimos modelos que hubiese visto en París? ¡Miriñaques con flores artificiales, que parecían ramos, situados, un poco bajos quizá, debajo de la cintura! ¡Largas colas, montadas sobre rueditas de metal que murmuraban deliciosamente sobre la arena! ¡Sombreros, con lianas enredadas, plantas arborescentes, aves de los trópicos, serpientes y jaguares en miniatura, de los que una selva de Brasil no hubiese dado más que una idea imperfecta! ¡Moños, de un volumen tan embarazoso y de un peso tan considerable que estas gentes elegantes se veían forzadas a llevarlas en una cestita de mimbre, adornada, además, con un gusto irreprochable! ¡Por fin, polacas, cuyas combinaciones de pliegues, cintas, encajes me hubiesen parecido menos fáciles de reconstituir que la misma Polonia!

¡Me quedé allí, inmóvil! Todo este mundo pasaba ante mí como un cortejo fantástico! Observé que no había muchachos de más de dieciocho años ni muchachas de más de dieciséis. ¡Nada más que parejas casadas, tomadas amorosamente del brazo, y un hormigueo de hijos, quizás como jamás se ha visto, desde que las poblaciones se multiplican según la ley del Altísimo!

«¡Dios mío –exclamé de nuevo–, si los hijos consuelan de todo, Amiens es sin duda la ciudad de las consolaciones!»

De pronto, se oyeron unos acordes extraños. Sonaban los clarines. Me dirigí a la tarima carcomida que, desde tiempo inmemorial, tiembla bajo los pies de los directores de banda...

En lugar de la susodicha tarima se elevaba un elegante pabellón, coronado por una ligera veranda, del más encantador aspecto. Al pie del pabellón se extendían amplias terrazas, cuya salida se hacía a la vez sobre el bulevar y sobre los jardines de más abajo. El sótano estaba ocupado por un magnífico café de un lujo ultramoderno. Me froté los ojos, preguntándome si el proyecto Féragu por fin se había realizado para mayor alegría de este bravo artista y si lo había hecho en el corto lapso de una noche, ¡bajo el influjo de una varita mágica!

Pero yo no estaba ya para buscarle explicación a hechos absolutamente inexplicables, que son del dominio de la fantasía. La banda del 324º interpretaba un fragmento que no tenía nada de humano, ¡pero nada de celestial tampoco! ¡Ahí también había cambiado todo! ¡Ninguna pausa musical en las frases, ninguna cadencia! ¡Nada de melodía, nada de compás, nada de armonía! ¡Lo enrevesado sobre lo inconmensurable, habría dicho Victor Hugo! ¡Wagner quintaesenciado! ¡Álgebra sonora! ¡El triunfo de las disonancias! ¡Un efecto semejante al de los instrumentos que afinan en una orquesta antes que se den los tres golpes!

¡A mi alrededor los paseantes, parados en grupos, aplaudían como sólo había visto hacerlo en los ejercicios de gimnastas!

«¡Pero es la música del futuro! –exclamé a mi pesar–. ¿Estoy, pues, fuera del presente?»

Así parecía, porque, al acercarme al letrero que contenía la lista de temas musicales, leí este título asombroso:

«Nº 1 – Fantasía en la menor sobre el Cuadrado de la hipotenusa.»

¡Comencé a inquietarme por mí! ¿Estaba loco? Si no lo estaba, ¿no llegaría a estarlo? Huí, con las orejas ensangrentadas. ¡Me hacía falta el aire, el espacio, el desierto y su absoluto silencio! ¡La plaza Longueville no estaba lejos! ¡Ardía en deseos de encontrarme en ese pequeño Sahara! Corrí hacia allí...

Era un oasis. Grandes árboles daban una fresca sombra. Alfombras de hierba se extendían bajo los macizos de flores. El aire desprendía un aroma agradable. Un bonito arroyo murmuraba a través de toda esta vegetación. La náyade trasmutada de la antigüedad llevaba un agua límpida. Sin desagües hábilmente cuidados, el estanque ciertamente hubiese desbordado e inundado la ciudad. No era agua fabulosa ni cristal hilado ni gasa pintada. ¡No! ¡Era la combinación química de hidrógeno y oxígeno, un agua fresca y potable, plagada de miles de pececitos que, ayer apenas, no hubieran podido vivir ni siquiera una hora! Mojé los labios en esa agua que hasta entonces se había resistido a cualquier análisis y si hubiese estado azucarada, señoras y señores, con la exaltación que me embargaba, ¡lo habría encontrado muy natural!

Miré por última vez la húmeda náyade, como se mira un fenómeno, y dirigí mis pasos hacia la calle Rabuissons, preguntándome si todavía existía.

En todo caso, a la izquierda, se levantaba un enorme monumento de forma hexagonal, con una soberbia entrada. Era a la vez un circo y una sala de conciertos, lo bastante grande para permitir al Orfeón, a la Sociedad Filarmónica, a la Armonía, a la Unión Coral, a la Fanfarria Municipal de los Bomberos Voluntarios, fusionar allí sus acordes.

En esa sala –se lo oía de sobra– una inmensa multitud aplaudía hasta venirse abajo. Afuera se extendía una larga cola, a través de la cual se propagaba el entusiasmo del interior. En la puerta se desplegaban carteles gigantescos, con este nombre en letras colosales:

PIANOWSKI

PIANISTA DEL EMPERADOR DE LAS ISLAS SANDWICH

Yo no conocía ni a este emperador ni a su virtuoso súbdito.

–¿Y cuándo ha llegado Pianowski? –pregunté a un diletante, reconocible por el extraordinario desarrollo de sus orejas.

–No ha llegado –me respondió este indígena, mirándome con mucha sorpresa.

–Entonces, ¿cuándo llegará?

–No llegará –replicó el diletante.

Y esta vez parecía estar diciéndome: «¿Pero de dónde ha llegado usted?»

–Pero si no viene –le dije– ¿cuándo dará el concierto?

–Lo está dando en este momento.

–¿Aquí?

–¡Sí, aquí, en Amiens, al mismo tiempo que en Londres, Viena, Roma, San Petersburgo y Pekín!

«¡Vamos –pensé–, toda esta gente está loca! ¿Es que acaso se ha dejado escapar a los internos del establecimiento de Clermont?»

–Señor... –proseguí.

–Pero, señor –me respondió el diletante, encogiéndose de hombros–, ¡lea el afiche! ¡No ve usted que este concierto es un concierto eléctrico!

Leí el afiche... En efecto, en ese mismo momento el célebre triturador de marfiles, Pianowski, tocaba en París, en la sala Hertz; pero por medio de hilos eléctricos su instrumento estaba en comunicación con pianos en Londres, Viena, Roma, San Petersburgo y Pekín. Por lo tanto, cuando tocaba una nota, la nota idéntica sonaba en el teclado de los pianos remotos, ¡cada tecla era movida instantáneamente por la corriente voltaica!

¡Quise entrar en la sala! ¡Me fue imposible! ¡Ah, no sé si el concierto era eléctrico, pero puedo jurar que los espectadores estaban electrizados!

¡No! ¡No! ¡Yo no estaba en Amiens! ¡No era en esa sabia y grave ciudad donde sucedían semejantes cosas! ¡Quise saber a qué atenerme y me lancé a lo que debía ser la calle Rabuissons!

¿Estaba allí la Biblioteca? ¡Sí, y en medio del patio el Lhomond de mármol seguía amenazando a los transeúntes que no sabían su gramática!

¿Y el Museo? ¡Allí estaba, con sus N coronadas, que se obstinaban en reaparecer bajo las raspaduras municipales!

¿Y el edificio del Consejo General? ¡Sí, con su puerta monumental, por la cual mis colegas y yo tenemos la costumbre de pasar el segundo y cuarto viernes de cada mes!

¿Y el edificio de la Prefectura? ¡Sí, con su bandera tricolor roída por la brisa del valle del Somme, como si hubiese ido al combate con el bravo 324º!

¡A esos edificios yo los reconocía! ¡Pero cuánto habían cambiado! ¡Esa calle Rabuissons tenía un falso aire de bulevar Haussmann! Estaba indeciso, ya no sabía qué creer... ¡Llegado que hube a la plaza Périgord, no abrigaba la menor duda!

En efecto, una especie de inundación había invadido la plaza. El agua brotaba del pavimento, como si algún pozo artesiano se hubiese perforado instantáneamente en el suelo.

«¡El conducto de agua! –exclamé–, ¡el gran conducto que aquí se rompe todos los años, con una regularidad matemática! ¡Sí, sin duda estoy en Amiens, en el corazón mismo de la vieja Samarobrive!»

Pero entonces, ¿qué ha pasado desde ayer? ¿A quién preguntarle? ¿No conozco a nadie? ¡Aquí soy casi un extranjero! ¡Es sin embargo imposible que no encuentre nadie a quien hablar!

Volví a subir la calle Trois Cailloux hacia la estación. ¿Y qué vi?

A la izquierda, un magnífico teatro, bien alejado de las casas vecinas, con una gran fachada de esa arquitectura polícroma que Charles Garnier tan imprudentemente ha puesto de moda. Un peristilo, convenientemente dispuesto, daba acceso a las escaleras que conducían a la sala. ¡No había barreras incómodas ni estrechos pasillos laberínticos que, el día anterior, servían para contener a un público demasiado escaso, desgraciadamente! En cuanto a la antigua sala, desaparecida, y los restos se vendían si duda en el mercado, al menudeo, ¡como vestigios de la edad de piedra!

Después, cuando di la espalda al teatro, en la esquina de la calle Corps-nuds-sans-tête, una deslumbrante tienda atrajo mi mirada. Escaparates de madera tallada, muestrarios espléndidos protegidos por cristal de Venecia, chucherías de gran valor, cobres, esmaltes, tapices, lozas que me parecieron absolutamente modernas, aunque estuviesen expuestas allí como productos de la más venerable antigüedad. Esta tienda era un verdadero museo, mantenido con una limpieza flamenca, sin una sola telaraña en las vitrinas, sin una sola mota de polvo sobre el parqué. En el cornisamento de la fachada, sobre una placa de mármol negro, en letras lapidarias, se desplegaba el nombre de un célebre revendedor de Amiens, nombre absolutamente contradictorio, además, con su rama de comercio, ¡que consiste en vender vasijas rotas!

Algunos síntomas de locura comenzaron a manifestarse en mi cerebro. Ya no pude ver más. Escapé. Atravesé la plaza Saint-Denis. Estaba adornada con dos fuentes y sus árboles seculares prodigaban sombra sobre un Du Cange, ya verde bajo la pátina del tiempo.

Corrí como loco subiendo la calle Porte-Paris.

En la plaza Montplaisir, un monumento considerable apareció ante mis ojos. En las cuatro esquinas, las estatuas de Robert de Luzarches, de Blasset, de Delambre y del general Foy. En las caras del pedestal, bustos y medallones de bronce. Encima, una mujer sentada, representando la estatuaria, con esta leyenda: «La Escultura a los Ilustres Picardos».

¡Cómo! ¡La obra de nuestro colega el señor de Forceville descansaba por fin sobre un pedestal municipal! ¡Parecía mentira!

Me lancé por el bulevar Saint-Michel. Consulté el reloj de la estación. ¡Sólo estaba cuarenta y cinco minutos retrasado! ¡Un progreso! Por fin me precipité como un alud en la calle Noyon.

Se elevaban allí dos edificios que no conocía, que no podía conocer. A un lado, percibí el edificio de la Sociedad Industrial, con sus construcciones ya viejas, lanzando por una alta chimenea los vapores que hacían mover, sin duda, las admirables máquinas compositoras de Édouard Gand, sueño al fin hecho realidad de nuestro colega. Al otro lado, se levantaba el edificio de Correos, soberbio palacio que contrastaba singularmente con el local húmedo, oscuro donde, el día anterior, tras veinte minutos de espera, yo había conseguido retirar una carta a través de una de esas estrechas ventanillas ¡tan propicias a las tortícolis!

¡Ese fue el golpe de gracia sobre mi pobre cabeza! Me escapé por la calle Saint-Denis. Pasé frente al Palacio de Justicia... ¡Qué increíble! ¡Estaba totalmente acabado, pero el Tribunal de Apelación funcionaba aún en la buhardilla! ¡Llegué a la plaza Saint-Michel... Pedro el Ermitaño aún se encontraba allí, ¡llamándonos a una nueva cruzada! Eché una mirada oblicua a la catedral... El campanario del ala derecha estaba reparado y la cruz de la inmensa aguja, en otro tiempo curvada por la ráfagas del oeste, ¡se erguía con la rectitud de un pararrayos! Me precipité a la plaza del atrio... Ya no era un angosto callejón sin salida con repugnantes casuchas, sino una gran plaza, profunda, regular, bordeada de hermosas casas y que permitía dar el último toque al soberbio espécimen del arte gótico del siglo trece.

¡Me pellizqué hasta sangrar! ¡Un grito de dolor escapó de mis labios, lo que probó que yo estaba bien despierto. Busqué mi cartera. Comprobé el nombre que llevaban mis tarjetas de visita. ¡Sí, era el mío! ¡Era yo y no un señor que había llegado en línea recta desde Honolulú para caer en plena capital de la Picardía!

«¡Vamos –me dije–, no hay que perder la cabeza! O Amiens ha sido modificada radicalmente desde ayer, lo que es inadmisible, ¡o ya no estoy en Amiens...! ¡Vaya! ¡Y el conducto roto de la plaza Périgord! Además, el Somme está a sólo dos pasos y voy... ¡El Somme! Pero aunque vinieran a decirme que ahora desemboca en el Mediterráneo o en el mar Negro, ¡yo no tendría derecho a asombrarme!»

En ese momento sentí que una mano se posaba en mi hombro. Mi primera impresión fue la de ser recapturado por mis guardianes. ¡No! Ante la presión de esa mano, reconocí que era la de un amigo.

Me di vuelta.

–¡Eh, buenos días, querido cliente! –me dijo con voz afectuosa un señor corpulento, de cara redonda y alegre, vestido todo de blanco, y a quien jamás había visto.

–¿Señor, con quién tengo el honor de hablar? –pregunté, resuelto a acabar de una vez.

–¡Cómo! ¿No reconoce a su médico?

–Mi médico es el doctor Lenoël –respondí– y yo...

–¿Lenoël? –exclamó el hombre de blanco–. Pero, querido cliente, ¿está usted loco?

–Si yo no lo estoy, señor, lo está usted –respondí–. ¡Así que elija!

¡Sentí que procedía honradamente al dejarle escoger!

Mi interlocutor me miró detenidamente.

–¡Hum! –dijo, y su alegre rostro se ensombreció–, ¡no le encuentro muy buen aspecto! ¡Ah, pero no, nada de eso! ¡Tengo el mismo interés que usted en que se encuentre bien! Ya no estamos en los tiempos del doctor Lenoël y sus sabios contemporáneos, Alexandre, Richer, Herbet, Peulevé, Faucon, estimables médicos, seguramente... Pero, desde entonces, ¡hemos progresado...!

–¡Ah! –dije–¡Ustedes han progresado...! ¿Así que curan a sus enfermos?

–¡Enfermos! ¡Es que no tenemos enfermos desde que las costumbres chinas se han adoptado en Francia! ¡Aquí es como si uno estuviese en China!

–¡En China! ¡No me extraña!

–¡Sí! ¡Nuestros clientes nos pagan honorarios sólo mientras están sanos! ¡Si dejan de estarlo, la caja se cierra! ¡Por lo tanto, nos interesa que nunca caigan enfermos! ¡Así que no hay epidemias o casi! Por doquier la salud espléndida que mantenemos con un esmero devoto, ¡como un granjero que lleva su granja en buen estado! ¡Las enfermedades! Pero, con este nuevo sistema, arruinaría a los médicos y, por el contrario, todos hacen fortuna!

–¿Y ocurre lo mismo con los abogados? –pregunté sonriendo.

–¡Oh, no! Comprenda usted que jamás habría procesos, mientras que, se haga lo que se haga, todavía quedan algunas dolencias menores... sobre todo entre los avaros, ¡que quieren economizar nuestros honorarios! Veamos, querido cliente, ¿qué tiene usted?

–No tengo nada.

–¿Ahora me reconoce?

–Sí –respondí, para no contrariar a este singular doctor, que, por otra parte, ¡podía muy bien tener razón!

–No lo dejaré languidecer –exclamó–, ¡porque usted me arruinaría! Veamos su lengua.

Le mostré la lengua y, realmente, debía tener un aspecto muy penoso.

–¡Hum! ¡Hum! –dijo, después de haberla examinado con una lupa–. ¡Lengua cargada! Su pulso.

Le entregué el pulso con resignación.

Mi doctor sacó del bolsillo un pequeño instrumento del cual había yo escuchado hablar muy recientemente y, aplicándolo a mi puño, obtuvo sobre un papel preparado el diagrama de mis pulsaciones que leyó con rapidez, como un empleado lee un despacho telegráfico.

–¡Diablos! ¡Diablos! –dijo.

Luego, tomando un termómetro ad hoc, me lo hundió en la boca antes que pudiese impedirlo.

–¡Cuarenta grados! –exclamó.

Y, al observar esta cifra, se puso pálido. Evidentemente, sus honorarios estaban comprometidos.

–¡Vamos! ¿Qué tengo? –pregunté, todavía indignado por la inesperada introducción del termómetro.

–¡Hum! ¡Hum!

–¡Sí, conozco esa respuesta, pero tiene el defecto de no ser suficientemente clara! ¡Pues bien, voy a decirle lo que tengo, doctor! ¡Creo que, desde la mañana, he perdido la chaveta!

–¡Es prematuro, querido cliente! –respondió con tono agradable y para tranquilizarme sin duda.

–¡No es para reír! –exclamé–. No reconozco a nadie... ¡ni siquiera a usted, doctor! ¡Me parece que no lo he visto jamás!

–¡Pero sí! ¡Usted me ve una vez por mes, cuando voy a cobrar mi pequeña renta!

–¡Pero no! Y me pregunto si esta ciudad es Amiens, si esta calle es la calle Beauvais.

–¡Sí, sí, querido cliente, es Amiens! ¡Ah, si tuviésemos tiempo de subir a la aguja de la catedral, reconocería perfectamente la capital de nuestra Picardía, defendida ahora por sus fuertes destacados! ¡Reconocería los encantadores valles del Somme, del Avre, del Selle, bajo la sombra de hermosos árboles, que no reportan más de cinco centavos por año, pero que una edilidad generosa nos ha conservado intactos! ¡Reconocería los bulevares exteriores, que atraviesan el río por dos puentes magníficos y crean un cinturón verdeante! ¡Reconocería la ciudad industrial, que se ha desarrollado con tanta rapidez sobre la margen derecha del Somme, desde que la ciudadela se ha demolido! ¡Reconocería la larga vía de comunicación denominada calle Tourne-Coiffe! Reconocería... Pero, después de todo, querido cliente, no quiero contrariarlo y si prefiere que vayamos a Carpentras...!

Ya veía que el buen hombre no quería contradecirme muy abiertamente pues, en efecto, ¡a los locos hay que tratarlos con consideración!

–Doctor... –dije–, escúcheme... Me someteré dócilmente a sus prescripciones... ¡No quiero robarle... mi dinero...! Pero déjeme hacerle una pregunta.

–¡Hable, querido cliente!

–¿Hoy es domingo...?

–El primer domingo del mes de agosto.

–¿De qué año?

–¡Principio de locura caracterizada por la pérdida de memoria! –murmuró. ¡Esto irá para largo!

–¿De qué año? –insistí.

–Del año...

Pero en el momento en que mi doctor iba a responder, fue interrumpido por unos gritos estrepitosos.

Me di vuelta. Un enjambre de curiosos rodeaba a un hombre de unos sesenta años, de raro aspecto. Este individuo andaba como asustado y parecía estar mal equilibrado sobre las piernas. Se podía decir que le faltaba la mitad de sí mismo.

–¿Quién es ese hombre? –le pregunté a mi doctor, que me había tomado del brazo diciendo para sus adentros: «Hay que distraerlo o su monomanía aumentará tanto que...»

–Le estoy preguntando quién es ese personaje y por qué la muchedumbre lo acompaña en sus pullas.

–¡Ese personaje! –respondió mi doctor–. ¡Cómo! ¡Usted me pregunta quién es! ¡Pero si es el único y último soltero que queda en todo el departamento del Somme!

–¿El último?

–¡Sin duda! ¡Ya entenderá por qué lo abuchean!

–¡Así que hoy día está prohibido estar soltero! –exclamé.

–Más o menos, desde que se impuso un gravamen al celibato. Es un impuesto progresivo. Cuanto más viejo, más se paga, y como, por otra parte, menos ocasión se tiene de entrar al matrimonio, ¡esto arruina a un hombre en poco tiempo! ¡El desgraciado que usted ve allí, menuda fortuna ha dilapidado!

–¿Acaso siente una insalvable repulsión hacia el bello sexo?

–¡No! ¡Es el bello sexo el que ha mostrado una repulsión insalvable hacia él! ¡Ha faltado a trescientos veintiséis matrimonios!

–Pero bueno, ¿hay aún jóvenes casaderas, supongo?

–¡Muy pocas, muy pocas! ¡Joven casadera, joven casada!

–¿Y las viudas?

–¡Ah, las viudas! ¡Ni se les deja tiempo para morir! En cuanto pasan los diez meses, ¡en marcha al Ayuntamiento! ¡En estos momentos, estoy seguro de que no hay ni veinticinco viudas disponibles en Francia!

–¿Pero los viudos?

–¡Oh, ellos, ya han hecho lo suyo! ¡Están liberados del servicio obligatorio y no tienen nada más que temer de los agentes del fisco!

–¡Ahora me explico por qué los bulevares rebosan de parejas jóvenes y viejas, regimentadas bajo el manto del matrimonio...!

–¡Que ha sido la bandera de la revancha, querido cliente! –replicó mi doctor.

¡No pude retener una carcajada!

–Venga, venga –me dijo, tomándome del brazo.

–¡Un momento! Doctor, ¿estamos en Amiens, verdad?

–¡Otra vez con eso! –murmuró.

Repetí mi pregunta.

–¡Sí, sí, en Amiens!

–¿En qué año?

–Ya se lo he dicho, en...

Resonó un triple silbido, que lo interrumpió, y fue seguido de un violento bocinazo. Un enorme coche llegó del extremo de la calle Beauvais.

–¡Apártese, apártese! –me gritó mi doctor empujándome al costado.

Y me pareció que agregaba entre dientes:

–¡Lo único que faltaría es que se rompiera una pierna! ¡Terminaría por sacarlo de mi bolsillo!

Era un coche de tranvía. No había notado hasta ese momento que las vías de acero surcaban las calles de la ciudad y, hay que confesarlo, encontré esta novedad muy natural, aunque hasta ayer, ¡ni hablar de tranvías y ómnibus!

Mi doctor le hizo señas al conductor del inmenso vehículo y tomamos asiento en la plataforma, ya atestada de viajeros.

–¿Adónde me conduce? –le pregunté, totalmente resignado, por otra parte, a dejarlo hacer.

–Al concurso regional.

–¿A la Hotoie?

–A la Hotoie.

–Entonces, ¿estamos en Amiens?

–Claro que sí –respondió mi doctor, lanzándome una mirada suplicante.

–¿Y cuál es la población actual de la ciudad, a partir del impuesto al celibato?

–Cuatrocientos cincuenta mil habitantes.

–Y nos encontramos en el año de gracia...

–En el año de gracia...

Un segundo bocinazo me impidió una vez más oír la respuesta que me interesaba en tal alto grado.

El coche había girado a la calle del Liceo y se dirigía al bulevar Cornuau.

Al pasar delante del Colegio, cuya capilla ya parecía un viejo monumento, me impresionó vivamente el número de alumnos que salían a su paseo dominical. No pude evitar manifestar una cierta sorpresa.

–¡Sí, son cuatro mil! –respondió mi doctor–. Es todo un regimiento.

–¡Cuatro mil! –exclamé–. ¡Vaya! ¡En ese regimiento se deben cometer barbarismos y solecismos!

–Pero, querido cliente –respondió mi doctor–, haga memoria. ¡Hace cien años, al menos, que no se da latín ni griego en los liceos! ¡La instrucción es puramente científica, comercial e industrial!

–¿Es posible?

–Sí, y usted bien sabe lo que fue de ese desdichado alumno que ha tenido la mala suerte de ganar el último premio de versos latinos.

–No –respondí con firmeza–; no, no lo sé.

–Bueno, cuando apareció en el estrado, le lanzaron diccionarios Gradus a la cabeza y en la confusión, ¡el prefecto casi lo ha mordido al besarlo!

–Y, desde entonces, ¿ya no se hacen versos latinos en los colegios?

–¡Ni siquiera la mitad de un hexámetro!

–¿Pero la prosa latina también ha sido proscrita por esto?

–¡No, sino dos años después, y con razón! ¿Sabe cómo, en el examen final, había traducido uno de los mejores candidatos:

Immanis pecoris custos!

–No.

–De esta manera: «¡Guardián de una pécora inmensa!»

–¡Vaya!

–Y:

Patiens quia æternus

–¡No me lo figuro!

–¡«Paciente porque estornuda»! ¡Entonces el ministro de Educación comprendió que ya era tiempo de suprimir el latín de los estudios escolares!

–¡A fe mía! –exclamé. El rostro del doctor no pudo contenerme. ¡Era evidente que mi locura tomaba ante sus ojos un carácter alarmante! ¡Falta absoluta de memoria, por un lado, intempestivas risas de orate, por el otro...! Era como para desesperarlo.

Y, ciertamente, mi hilaridad se habría prolongado indefinidamente si la belleza del lugar no hubiese atraído mi mirada.

En efecto, descendimos el bulevar Cornuau, rectificado gracias a un compromiso amistoso forjado entre la Municipalidad y la Administración de viviendas obreras. A la izquierda se elevaba la estación Saint-Roch. Este monumento, después de haberse agrietado notablemente durante las obras de construcción, parecía querer justificar a partir de entonces este verso de Delille:

¡Su masa indestructible ha fatigado el tiempo!

Los rieles del tranvía se extendían por la vía central del bulevar, bajo la sombra de una cuádruple hilera de árboles que yo había visto plantar y que parecían dos veces centenarios.

En unos segundos llegamos a la Hotoie. ¡Cuántos cambios aportados a este hermoso paseo a donde en el siglo XIV iba a «divertirse la juventud picarda»! Ahora era una especie de Prado Catalán, grandes sectores de césped a la moda inglesa, vastos macizos de arbustos y flores que disimulaban la forma rectangular de las parcelas reservadas a las exposiciones anuales. Un nuevo ordenamiento de los árboles que se asfixiaban hasta ayer mismo les había dado espacio y aire, y podían rivalizar con las gigantescas «wellingtonias» de California.

Había una multitud en la Hotoie. El programa no me había engañado. Allí, el Concurso Regional del norte de Francia exponía la larga sucesión de sus establos, sus cabañas, sus carpas, sus kioscos de todos los modelos y colores. Pero la clausura de esta fiesta agrícola e industrial sería ese mismo día. Antes de una hora, los ganadores –bípedos o cuadrúpedos– debían ser galardonados.

Estos concursos no me disgustaban. De ellos se desprendía para ojos y oídos una útil lección. El fuerte estruendo de las máquinas en funcionamiento, el relincho del vapor, el balido quejoso de los carneros encerrados en su vallado, el cacareo ensordecedor de las aves de corral, los mugidos de los grandes bueyes que reclaman su prima, los discursos de las autoridades, cuyos pomposos periodos desbordan el estrado, los aplausos tributados por los laureados, el dulce ruido de los besos que los labios oficiales depositan sobre las frentes coronadas, las órdenes militares que resuenan bajo los grandes árboles, finalmente, ese vago murmullo que sale de la multitud, todo esto forma un concierto extraño, pero cuyo encanto aprecio vivamente.

Mi doctor me empujó a través del molinete. Se aproximaba la hora en que iba a efectuarse el discurso del señor delegado del Ministro y yo no quería perderme una palabra de esta arenga, que debía ser tan nueva por el fondo y la forma, por poco que hubiese de seguir la marcha del progreso.

Así que pasé rápidamente al medio del vasto cuadrilátero reservado a las máquinas. Mi doctor compró a elevado precio algunas botellas de un precioso líquido, que tenía la propiedad de desinfectar el agua de Lubin. En cuanto a mí se refiere, me dejé tentar por algunas cajas de una pasta fosforada que destruía tan radicalmente los ratones que los remplazaba por gatos.

Luego, escuché pianos complejos, que reproducían armónicamente todas las sonoridades de una orquesta de la Ópera. No lejos, unas trituradoras molían granos con un ruido atronador. Segadoras Albaret y Cía. rasuraban los trigales, como haría un barbero con una mejilla barbuda. Unos martillos-pilón, de resorte atmosférico, daban golpes de tres millones de kilos. Una bombas centrífugas maniobraban con objeto de absorber, en unos pocos golpes de pistón, todo el Selle, y me recordaban el bonito verso de Hégésippe Moreau sobre la Voulzie:

¡Un gigante sediento lo bebería de un trago!

Luego, en todas partes, estaban las máquinas de procedencia norteamericana, llevadas hasta el último límite del progreso. A una se le presentaba un cerdo vivo y de ella salían dos jamones, ¡uno de York, otro de Westfalia! A otra se le ofrecía un conejo aún coleando y ¡entregaba un sombrero de piel con forro sudorífugo! ¡Ésta absorbía vellones vulgares y devolvía un vestido completo de paño de Elbeuf! Aquélla devoraba un ternero de tres años y lo presentaba de nuevo bajo la doble forma de un estofado humeante y de un par de botines recién lustrados, etc., etc.

Pero yo no podía detenerme a contemplar las maravillas del genio humano. ¡Era yo quien ahora arrastraba a mi doctor...! ¡Me hallaba embriagado!

Llegué cerca del estrado, que ya se doblaba bajo el peso de personajes importantes.

Se acababa de premiar a los hombres gordos... como se hace en Norteamérica en todo concurso un poco serio.

El laureado era tan merecedor del premio que había sido necesario llevarlo con una grúa.

Al concurso de hombres gordos había sucedido el de mujeres flacas y la ganadora, al descender del estrado, los ojos púdicamente bajos, repetía el axioma de uno de nuestros filósofos más espirituales: «¡Se ama a las mujeres gordas, pero son las flacas a quienes se adora!»

Era el turno de los bebés. Había varios centenares, entre los cuales se premió al más pesado, al más joven y acaso ¡al que gritaba más fuerte! Por lo demás, evidentemente todos se morían de sed y pedían beber a su manera, lo que no tiene nada de agradable.

«¡Dios mío –exclamé–, nunca habrá suficientes nodrizas para...!»

Me interrumpió un silbido.

–¿Qué es eso? –pregunté.

–¡Es la máquina de amamantar funcionando! –respondió mi doctor–. ¡Tiene la fuerza de quinientas normandas! Usted comprende, querido cliente, que con el impuesto al celibato ¡hubo que inventar la lactancia a vapor!

Los trescientos bebés habían desaparecido. A sus gritos estruendosos sucedió un silencio religioso.

El delegado del Ministro iba a cerrar el concurso regional con un discurso.

Avanzó por el borde del estrado. Comenzó a hablar...

¡Mi estupefacción, que había continuado creciendo hasta ese momento, sobrepasó entonces los límites de lo imposible!

¡Sí! ¡Todo había cambiado en este mundo! ¡Todo había seguido la vía del progreso! ¡Ideas, costumbres, industria, comercio, agricultura, todo se había modificado...!

Únicamente la primera frase del discurso del señor delegado continuaba siendo la de antaño, la que invariablemente estará al comienzo de toda alocución oficial:

–Señores –dijo–, es un placer encontrarme nuevamente...

En eso hice un brusco movimiento. Me pareció que los ojos se me abrían en la oscuridad... Extendí las manos... Volqué mi mesa y mi lámpara sin querer... El ruido me despertó... ¡Era de noche...!

¡Todo esto no había sido más que un sueño!

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Algunos sabios bien informados afirman que los sueños, incluso los que nos parecen que se prolongan durante toda una larga noche, no duran en realidad más que unos segundos.

Puede que les parezca así, señoras y señores, este paseo ideal que, bajo una forma demasiado fantasiosa quizás, acabo de hacer en sueños por la ciudad de Amiens... ¡en el año 2000!


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